MEA CULPA, COMUNIDAD LGBT

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-COLUMNA Por: Juan Carlos Niño Niño

En la década de los Ochenta, era bastante frecuente hacer alarde de la condición heterosexual, y a la vez denigrar sin piedad de la condición homosexual. No me excluyo de ese salvajismo. Confieso que por sentirme importante, llamar la atención de las niñas o darme un grado de importancia entre el círculo de amigos adolescentes, se me salieron expresiones homofóbicas como «el man es un remarica de aquí a Pekín». «Con tantas niñas lindas en el mundo, y a éste le da por gustarle los hombres». «Que asco, que inmundicia, que porquería, no me soporto ni cinco minutos a un marica».

Una tendencia bastante común hasta finales del Siglo pasado. Un acto de barbarie que solo la ciencia ha venido desmontando con los años, al asegurar desde la óptica médica, psiquiátrica y psicológica que la homosexualidad no es ninguna enfermedad, ni ninguna depravación sexual (o como asociar injustamente al homosexual con un abusador de menores), ni mucho menos una desviación mental como la psicopatía o el sadismo, sino simplemente la existencia de un tercer sexo en el hommo sapiens, como ocurre igualmente con otras especies.

El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional es clara al señalar que entre los casos de crímenes de lesa humanidad está la persecución por orientación sexual, «que cause graves sufrimientos o atente contra la salud mental o física de quien los sufre, siempre que dichas conductas se cometan como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque», que coincide exactamente con lo que ha tenido que padecer durante dos milenios la comunidad LGBT, en donde es oportuno indagar sobre la responsabilidad de la doctrina cristiana que no solo «satanizó» la vida sexual del ser humano sino que además le hizo creer al mundo que los homosexuales no podían entrar al reino de los cielos.

A esto anótese que en culturas milenarias, como es el caso de Roma y Grecia, la práctica del sexo sin prejuicios era tan normal como comer, respirar, caminar, pero infortunadamente el cristianismo impuso la negación de los sentidos, como el desarrollo de placeres tan sublimes como el sexo, sin importar que fuera homosexual o heterosexual.

Un excandidato presidencial y actual Alcalde de «la gran ciudad» me dijo que definitivamente antes era «más divertido», haciendo alusión a la práctica libre del sexo, y antes de que el cristianismo «nos prohibiera comer a la carta» (la conversación surgió cuando se habló de la supuesta homosexualidad del que ahora es su antecesor).

Nada más injusto, nada más cruel, nada más bárbaro que durante miles de años una persona homosexual fuera condenada a ser paria de la sociedad, humillada, subvalorada, burlada, pisoteada, con el inmisericorde señalamiento de ser alguien anormal, enfermizo, con un mal olor imposible de espantar.

Ese señalamiento era más que suficiente para desvirtuar a grandes talentos, denigrar de buenos seres humanos, restar importancia a un excelente desempeño profesional, o anular las cualidades de cualquier persona, con el enfermizo criterio de que una tendencia sexual distinta acaba con todo lo bueno, lo destruye, lo denigra, lo descompone, sin poner en duda lamentablemente que un «mariposo» o una «marimacho» era un imperfecto en la ropa, una marca chivada o un disco pirata. Así de sencillo: una persona de segunda.

A finales del Siglo IXX, el escritor y dramaturgo irlandés Oscar Wilde fue encarcelado por su condición homosexual, en donde fue sometido injustamente a trabajos forzados, lo que prácticamente acabó con su prolífica carrera, terminando sus últimos días en condición de indigente y a la temprana edad de 46 años, cuando el ingenio del autor de «El retrato de Dorian Gray» tenía mucho más que dar a la humanidad.

Y desafortunadamente Casanare no es la excepción. Con una cultura tan extremadamente machista, no han sido escasas las personas con tendencia homosexual en el Departamento, que han tenido que soportar el injusto escarmiento y desprecio público, como ha sido el caso del señalamiento cruel y despiadado hacia algunos políticos, empresarios y profesionales del Departamento, incluso sin tener los elementos o pruebas necesarias como para condenar a estas personas.

A finales de los noventa, me encontré casualmente en el barrio Galerías de Bogotá con +++Rocamadour+++, un compañero del Colegio Braulio González en Yopal, quien fue víctima a mediados de los ochenta del más despiadado y cruel bullying o matoneo por su condición homosexual, siendo golpeado, humillado y escupido por enardecidos muchachos del colegio, quienes incluso terminaron en son de burla por tocarlo y restregarle sus partes íntimas, con el fin de pisotear y denigrar aún más el «pecado mortal» de gustarle los hombres.

Esa tarde él jugaba fútbol entusiasta con unos travestis en un conocido parque del sector. Lo veía por primera vez en diez años (iba con mi novia). Lo llamé varias veces en voz alta. Pero nunca me contestó. Me vio un par de veces de reojo y volvió a concentrarse en el juego. A la mañana siguiente me lo encontré casualmente en el barrio, y esta vez se acercó afable al lugar donde estaba, y antes de preguntarle porque no me había contestado el día anterior, me dijo con tono amable pero firme: Juan Carlos, ahora no me llamo ***Rocamadour. Ahora me llamo +++Roland+++. Era una persona noble. Con una tez morena y una sonrisa infantil.

Ese día me contó que se había graduado como estilista profesional. Que tenía un salón de belleza muy reconocido en el sector. Que hacía mucho tiempo no había vuelto a Casanare, pero que sinceramente no estaba interesado en volver a su tierra, aunque no mostraba el menor interés en explicar el porqué, pero a la vez su mirada diáfana y bondadosa no mostraba ningún rencor, sino más bien un convencimiento de perdón y olvido, seguramente porque el sentido de la vida lo encontró en este mítico y antiguo barrio de Bogotá.

Lo volví a ver un par de veces. Aunque a la hora de verdad no mostró mucho interés por seguir hablando conmigo, tan vez porque le recordaba de alguna manera ese escabroso pasado, aun cuando no tuve nada que ver con ese inmisericorde matoneo en el colegio. Aun así me alegraba verlo causalmente de vez en cuando hasta el momento en que viví en ese sector de Bogotá, con un «círculo social» de su misma condición sexual, dueño de sí mismo, libre de cualquier atadura y con unos deseos inmensos de vivir.

Coletilla: Soy heterosexual, me encantan las mujeres. Pero desde hace mucho entendí que eso no me da ningún derecho de señalar y condenar la condición homosexual. Mea culpa, sociedad LGBT.

  • Nombres ficticios para proteger la identidad y privacidad de la persona.

Bogotá D.C., 17 de agosto de 2017.

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